En este momento estoy rodeada de papeles escritos y
tachados, fotocopias, libros, revistas, tijeras, dibujos, plasticolas, el
teléfono, la agenda, el diario, la computadora. Me cuesta darme cuenta de que
estoy haciendo un trabajopara la facultad. Me faltan algunas de las cosas que en
general tengo en estas ocasiones: resúmenes, clases desgravadas y marcadas con
resaltador.
Me piden que reflexione sobre las prácticas de la lectura y
de la escritura a través de alguna situación, escena, de ficción. Elijo hacerlo
a través de una historieta. Me quedo pensando por qué habré elegido esta
opción. No soy buena dibujando, no tengo demasiada imaginación. “Demasiada
imaginación”: me detengo en esta idea. Con el lápiz en la mano (que, por
cierto, acaba de dibujar cuadrados muy dudosos, en tanto las líneas salieron
bastante torcidas) me digo que lo que acabo de pensar no tiene sentido.
No existe algo así como la medida de la imaginación, y la
práctica de la escritura tiene que ver, justamente, con esto: la práctica. Por
lo tanto, si mi sensación es que no tengo imaginación para pensar en una
historieta, pero justamente es la propuesta que más atractiva me resulta, mi
conclusión es que quiero poner más en ejercicio mi imaginación, lo que llamamos
creatividad.
Años de escribir monografías, de citar a otros, de pensar
los textos en relación con “líneas de lectura” (por cierto, propuestas muchas
veces por otros) y ahora: yo, los textos y mi imaginación.
Es evidente que los que pensamos dedicarnos a la práctica
docente estamos obligados a preguntarnos cómo incentivar a nuestros adultos
para explotar la creatividad en la escritura, también en la lectura (que es lo
mismo). Lo que no es tan claro es por qué la experiencia de mezclar teoría y
ficción llega recién cuando la carrera ya está por terminar, cuando ya citamos
tanto, cuando fuimos siempre tan respetuosos con la creatividad de los demás, y
tan poco con la nuestra.
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