miércoles, 21 de noviembre de 2012

... María Mercedes Rubini.



 “La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco 
nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando 
la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles”
Oliverio Girondo
                                                                                                              

 El día que Bombini anunció la consigna del parcial, sobrevoló una especie de desconcierto generalizado por el aula de Puán. Según nos decía, la instancia evaluativa constaba de un ítem en el que debíamos cruzar la bibliografía teórica con la escritura de un cielito de la gauchesca, un diálogo platónico, un guión de historieta o una escena teatral. La propuesta simplemente me desconcertó, porque yo tenía entendido que, en la carrera de Letras, ninguna materia me iba a exigir la escritura de ficción para su aprobación. Pero, ahora que lo veo a la distancia, fue la costumbre aquello que provocó esa creencia: la facultad me adiestró para escribir monografías, parciales o informes de lectura (géneros que, además, implican una relación específica con la construcción del conocimiento). En este sentido, tardé cierto tiempo en quitarme de encima mis representaciones sobre ese “deber ser” de la academia para comprender que, desde el comienzo de la cursada, estuvimos problematizando sobre las lógicas de la  ficción, su tratamiento particular del mundo y la posibilidad de que sea enseñada. Este diálogo no sólo se abrió a partir la lectura de textos teóricos obligatorios, sino que firmamos el pacto mucho antes. No habíamos leído ni a Alvarado ni a Rodari, cuando en la primera clase de prácticos se nos pidió que prosifiquemos un poema en equipo y que un compañero escriba un protocolo sobre esa escritura colectiva. Las prácticas de escritura siguieron con los ensayos sobre las clases observadas, los guiones conjeturales y los registros que darían cuenta sobre la experiencia de las prácticas en las escuelas. Y acá quiero detenerme, porque justamente mis registros terminaron por asociarse secretamente con la polémica consigna del parcial, para la cual había escrito una escena teatral. Puesto que el proyecto tenía como eje el teatro, y sumado a que me cada vez le prestaba más atención a que esos textos recuperen las voces de los alumnos, la escritura cada vez más teatral de los registros desdibujaba los límites entre la ficción y la realidad. Más allá de que yo me afanara por presentar “fielmente”  los hechos, sabía que no iba a poder mostrar más que una construcción de esa realidad, una posible versión de aquello que sucedía en el aula. Así, cuando los olvidos lógicos de la memoria me impedían seguir dramatizando las escenas, ganaba espacio la imaginación. Me parecía tan imposible como absurdo buscar representar con exactitud quien dijo o hizo tal cosa en algún momento o lugar del aula, pero consideraba imprescindible que mis registros fueran verosímiles. Y considerando que nadie fue a observar mis clases: ¿la cátedra no estará apostando a la escritura de ficción como una manera de pensar las lógicas de enseñanza?  Sí, de eso se trataba el parcial...

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