“La
costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco
nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando
la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles”
nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando
la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles”
Oliverio Girondo
El día que Bombini anunció la consigna del
parcial, sobrevoló una especie de desconcierto generalizado por el aula de
Puán. Según nos decía, la instancia evaluativa constaba de un ítem en el que
debíamos cruzar la bibliografía teórica con la escritura de un cielito de la gauchesca,
un diálogo platónico,
un guión de historieta o una escena teatral. La propuesta
simplemente me desconcertó, porque yo tenía entendido que, en la carrera de
Letras, ninguna materia me iba a exigir la escritura de ficción para su
aprobación. Pero, ahora que lo veo a la distancia, fue la costumbre aquello que
provocó esa creencia: la facultad me adiestró para escribir monografías,
parciales o informes de lectura (géneros que, además, implican una relación
específica con la construcción del conocimiento). En este sentido, tardé cierto
tiempo en quitarme de encima mis representaciones sobre ese “deber ser” de la
academia para comprender que, desde el comienzo de la cursada, estuvimos
problematizando sobre las lógicas de la
ficción, su tratamiento particular del mundo y la posibilidad de que sea
enseñada. Este diálogo no sólo se abrió a partir la lectura de textos teóricos
obligatorios, sino que firmamos el pacto mucho antes. No habíamos leído ni a
Alvarado ni a Rodari, cuando en la primera clase de prácticos se nos pidió que
prosifiquemos un poema en equipo y que un compañero escriba un protocolo sobre
esa escritura colectiva. Las prácticas de escritura siguieron con los ensayos
sobre las clases observadas, los guiones conjeturales y los registros que
darían cuenta sobre la experiencia de las prácticas en las escuelas. Y acá
quiero detenerme, porque justamente mis registros terminaron por asociarse
secretamente con la polémica consigna del parcial, para la cual había escrito
una escena teatral. Puesto que el proyecto tenía como eje el teatro, y sumado a
que me cada vez le prestaba más atención a que esos textos recuperen las voces
de los alumnos, la escritura cada vez más teatral de los registros desdibujaba
los límites entre la ficción y la realidad. Más allá de que yo me afanara por
presentar “fielmente” los hechos, sabía
que no iba a poder mostrar más que una construcción de esa realidad, una
posible versión de aquello que sucedía en el aula. Así, cuando los olvidos
lógicos de la memoria me impedían seguir dramatizando las escenas, ganaba
espacio la imaginación. Me parecía tan imposible como absurdo buscar
representar con exactitud quien dijo o hizo tal cosa en algún momento o lugar
del aula, pero consideraba imprescindible que mis registros fueran verosímiles.
Y considerando que nadie fue a observar mis clases: ¿la cátedra no estará
apostando a la escritura de ficción como una manera de pensar las lógicas de
enseñanza? Sí, de eso se trataba el
parcial...
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