Por primera vez en
mi historia como alumna de la facultad, me daban la oportunidad de hacer lo que
tanto me gustaba: escribir ficción. Pero esta posibilidad, lejos de ser algo
ingenuo y sin dificultad, planteaba algunas dudas... En primer lugar: ¿cuál era
el límite entre lo bueno, lo ridículo, lo aprobable y lo no aprobable? Verme
especulando y hasta temiendo frente a algo tan sencillo, a mí, futura docente
que escribe con regularidad, pensando como cualquier alumno de secundaria...
¿Qué esperan que haga?
La propuesta era
clara, pero me descolocaba: por primera vez, podría jugar y divertirme un
parcial, que sería de los últimos de mi carrera. Finalmente, me relajé, lo tomé
como un momento divertido, un relax frente al resto de las consignas teóricas y
rígidas del cuatrimestre en general... hoja en blanco y manos a la obra.
Nuevamente el miedo:
¿Qué hago? Yo escribo ficción, sí... ¡pero poesías! Nunca traté de simular a
Martín Fierro... salvo alguna que otra vez, en broma, para decir alguna
pavada... ¡nunca para tematizar alguna problemática didáctica! Pero aquí
estaba, y había que hacerlo.
Fue entonces que dividí
la “inspiración” en dos: primero, me concentré en el tema a teorizar: el bien
hablar y el bien escribir, en boca de un gaucho, me parecía algo muy rico para
trabajar. Luego, busqué algún contrapunto al gaucho, y así surgió la Maestra
Ciruela, trayendo consigo todas las viejas y rígidas concepciones didácticas.
En el medio, Bixio, teorizando un poco lo que Fierro defendía desde el uso. Me
divirtió imaginar al gaucho estacionando el caballo frente a la escuela, y las
caras de los alumnos al verlo entrar... pensé en los gauchos del presente (si
quedan... ¿quedan?): ciertamente no hablan así, y tienen 4x4.
Por otra parte, tuve
que concentrarme en la métrica y el estilo de la gauchesca: el tipo de rima, el
vocabulario específico... fue muy divertido y un buen ejercicio que interpelaba
mis conocimientos de literatura gauchesca: ¿qué representaba el gaucho? ¿cómo
hablaba? ¿de qué se lo acusaba?
Fue arrancar con la
primer estrofa, que empieza exactamente igual que el Martín Fierro para
marcar deliberadamente la intención de ese escrito... ¡y no poder parar!
Terminé, claro, leyéndolo en voz alta frente a algunos oyentes hogareños, con
entonación y todo... sus risas me confirmaron que, al menos, había logrado
hacer un texto divertido.
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