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20 de noviembre de 2012
Mis clases de
Didáctica en la facultad no fueron para nada lo que esperaba. Digamos que la
cursada giró en torno a pensar qué significa leer y qué significa escribir,
cuando la mayoría de los presentes éramos estudiantes que hace seis años
veníamos entrenados a leer y a escribir de una manera. Luego de cada semana,
las clases de Didáctica fueron quebrando los conceptos que había mamado en la
escuela y las estructuras a las que fui adoctrinada en la institución que me va
a convertir en profesora en Letras. Es como si a mi torre altísima de yengas
(de conceptos como “objetividad” o “impersonalidad”, de pautas formales y
discursos académicos, que seguramente me sigan pidiendo en el posgrado) le
hayan sacudido las bases.
A mitad de año
nos dieron un parcial donde teníamos que responder una consigna de ficción en la
que se daría cuenta de los conocimientos adquiridos durante el primer
cuatrimestre. Como profesora de español para extranjeros, estoy acostumbrada a
dar consignas de ficción para evaluar la gramática y la comprensión y
adecuación al contexto sociocultural (de hecho, la última modalidad en
evaluación para estudiantes extranjeros es pedirles que “escriban” a partir del
disparador de la imagen de una publicidad y listo, sin blancos para llenar, ni
preguntas). ¿Pero pedir una consigna de ficción como evaluación en la facultad?
“Eso no me lo esperaba” pensé sentada en la cima de mi torre de yengas a la que
trataba de estabilizar después de cada sacudida.
En el segundo
cuatrimestre, mientras hacíamos las prácticas en una escuela secundaria,
encontré la nueva medianera que como una pata anómala le da sentido a mi
entendimiento de la enseñanza de Letras, de cara al profesorado. Ahí pude poner
a prueba lo que otros habían puesto a prueba en mí. Luego de la lectura de un
cuento bastante “ajeno” al mundo de un grupo de adolescentes argentinos,
propusimos que contestaran una consigna de ficción que involucraba ponerse en
la piel de actores travestidos del teatro tradicional japonés. Pese a la
resistencia inicial, el aula quedó en silencio y sin haber leído siquiera las producciones,
yo ya estaba satisfecha: escribían lo que les había interpelado del cuento y
nos pedían ayuda cuando algo en la consigna les incomodaba o les resultaba
problemático. Es decir que mientras escribían, se estaban poniendo en juego los
saberes que habíamos atravesado en nuestras discusiones.
Si mis
profesores de Didáctica leyeran hoy mi blog, creo que podrían comprender cómo
cambió mi manera de entender la evaluación en función de la práctica de
escritura y lectura. En una de esas, lo leen, creen que es una consigna que me
pidieron y me aprueban.
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