Termina el año y, con él, finaliza mi paso por didáctica. Luego de dos años soy, ya casi legalmente, profesor. Categoría que, lo sé, me queda sumamente holgada, pero que me permitió al menos perfilar hacia dónde quiero orientar la profesión. El balance general incluye críticas, pero también muchas cosas positivas. Entre estas últimas, la posibilidad de haberme replanteado una gran cantidad de prejuicios erróneos que tenía, tanto sobre la profesión como sobre sus miembros. La experiencia directa con las prácticas en el aula obligó también a repensar aquello que había sido estudiado desde la abstracción teórica y utilizarlo para resolver problemas inmediatos que fueron surgiendo. La necesidad de pensar al alumno no como un mero depósito de contenidos incuestionables, sino como una subjetividad con un pasado y una representación personal del mundo; con gustos y disgustos que deben también ser integrados al contexto de la clase. También, la necesidad de problematizar la literatura como disciplina a ser enseñada; fue sumamente útil al respecto la observación realizada en el primer cuatrimestre. En ese caso, se trataba de una clase sobre Martín Fierro. La dificultad de dar un texto tan alejado lingüística y culturalmente respecto de la realidad cotidiana de los alumnos fue inteligentemente solucionada mediante una concepción intertextual de la literatura que, si bien es un concepto que se nombra constantemente en los pasillos de Puán, no siempre es tomado en cuenta en toda su potencialidad; en ese caso en particular, poniendo a dialogar al “clásico” con otros libros actuales, de temáticas similares; en un diálogo abierto y de doble dirección. La creatividad, entonces, vista como algo que no sólo abarca a la escritura sino también a la lectura.
El balance, digo, es sumamente positivo, incluso en aquello que pudiera presentarse como crítica; precisamente porque esas críticas son motores importantes para la reflexión. Restará salir a la cancha, que es donde se ven los pingos.
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