La consigna parece peligrosa: tengo que escribir un texto de ficción sobre algún problema didáctico de la enseñanza de la Lengua y la Literatura. ¿Me saldrá algo decente y al mismo tiempo digno de un parcial? Apenas me pongo a escribir me olvido de esa pregunta que me tortura durante todo el proceso de elegir tema y elegir el estilo. La escritura de ficción me habilita a acercarme a los textos teóricos de forma más relajada. El texto ya no es sagrado, se lo puede descuartizar, recortar, cruzar con otras cosas. Puedo incluso ironizar sobre él y jugar a adecuarlo a una situación determinada.
La consigna abre el juego: el conocimiento no es un sinfín de categorías que me ordenan el mundo de una vez y para siempre. Es más bien una enorme cantidad de instrumentos por los que yo puedo asomarme al mundo y que me van a dar como resultado miles de percepciones diferentes. Cuantos más use, más versiones del mundo voy a tener. La escritura de ficción, con la liberación del lenguaje “académico”, me permite ver los caminos de mi pensamiento como una forma de aproximarme al conocimiento. Son las múltiples conexiones que saltan a mi mente cuando busco una forma distinta de acercarme a la realidad que veo, cuando trato de entender por qué la veo así y cómo podría verla de forma diferente, cuando trato de operar sobre ella, las que valen. Ahora puedo pensar la realidad como un texto, un texto de ficción, con sus infinitas posibilidades de lectura; pongo en circulación el conocimiento para volver a juntarlo transformado y volver a empezar, en un juego que nunca se cierra.
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