Pasaron más de diez años
desde que ingresamos a la Facultad de Filosofía y Letras. A lo largo de todo
este tiempo, atravesamos muchas instancias de evaluación que en un momento
fueron nuevas. No solo había que hacerse de bibliografía (obligatoria y
optativa, decía el Programa) y estudiar contenidos; se imponía revisar las
pautas para escribir un parcial domiciliario y, generalmente a fin del
cuatrimestre (porque el tiempo que ahora se divide en trimestres, así se medía
en ese entonces), una monografía. Definir, “recortar” un tema de monografía era
el primer paso y después, luego de leer y releer pilas de fotocopias, libros y
teóricos de SIM o CEFyL (género discursivo aparte), comenzar a escribir de una
buena vez. Había que entender qué era una tesis y pifiar varias veces en el
intento de enunciarla. ¿Alguna vez escribimos textos argumentativos en la
escuela? Suponemos que sí, pero de seguro no una monografía. Cuán generosos
resultaron entonces los profesores que, después de haber cursado algunas
materias de la carrera, nos acercaron unas “pautas sobre cómo escribir una
monografía”. Cuántas veces habremos vuelto a ellas para recordar cómo citar.
Esa fue nuestra entrada al mundo académico. Pasó tiempo hasta que comenzamos a
despegar del “cortar y pegar” fragmentos de distintas fuentes y a formular
hipótesis menos pretenciosas pero nuestras. Habíamos aprendido a escribir
textos académicos, gracias a las prácticas.
Un día, cuando ya
vislumbramos el cierre de un ciclo, nos enfrentamos con una consigna de taller
de escritura que es parte de un parcial de Didáctica Especial. Es frente al
vacío de la hoja en blanco (ahora del procesador de texto) que recordamos a los
adolescentes que fuimos un día, antes de convertirnos en universitarios de
Puán, cuando fantaseábamos con la idea de ser escritores o poetas. Muchos de
nosotros abandonamos esas prácticas; otros buscaron otros circuitos por fuera
de la Facultad para preservarlas. “Porque en la Facultad de Filosofía y Letras
no te forman como escritor, sino como crítico”, explicamos a quien nos
interpela. Nos justificamos. Lo cierto es que abandonamos la escritura
creativa. Pero… ¿Por qué no dar cuenta de los saberes, de nuestra apropiación
de estos, volviendo al juego de escribir ficción?
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