El 7 de agosto escribí
en mi cuenta de Facebook: “Terminar una respuesta de un
parcial de didáctica especial concluyendo que, en principio, no se puede
justificar la enseñanza de la literatura en las escuelas”. En realidad, mi
primera respuesta había concluído problematizando sólo la posibilidad de
ofrecer una justificación racional de enseñar literatura en las escuelas. Para
cuando concluí su escritura me di cuenta de que no tenía mucho tiempo y debía
completar una segunda consigna. Me propuse entonces poner en escena un lado B
de las ideas que me habían llevado a esa conclusión: ensayar una justificación
de la enseñanza de la literatura que no descansara en una argumentación
racional. No hice nada de eso. Más bien, puse en escena una reflexión sobre mi
respuesta anterior. Pero al mismo tiempo que pretendía ironizar sobre mi propia
arumentación, me extendía más y más en pasajes que parecían sacados de un fan-fiction escrito por un estudiante de
filosfía fanático de Piglia.El resultado fue una especie de diálogo platónico
autorreferencial con escaso intercambio de puntos de vista.
El proceso tuvo algo
del orden de atravesar una frontera siempre sujerida pero jamás explorada en
circunstancias académicas. Desde que uno lee el programa de la carrera de Letras,
sabe que el ejercicio de la escritura creativa no es una prioridad en la
carrera. Pero sólo una vez que ingresamos escuchamos la afirmación tajante de
que nada tiene que ver la escritura creativa con estudiar Letras. Nicolás Rosa,
en “20 años o la novela familiar de la crítica literaria argentina” se refería
al presupuesto ideológico de esta afirmación, según el cual escribir sería algo
que cualquiera puede hacer. Pero luego nos encontramos con el choque de dos
perspectivas que casi nunca discuten entre sí, pero siembran la discordia entre
quienes cursan la carrera: por un lado, los protocolos de una escritura
académica tan clara en su estilo como en los razonamientos que representa, por
el otro, una escritura ensayística que reivindica su autonomía, cuyo valor
principal estriba en su poder de seducción y que en ocasiones encuentra su
fundamento en la negación pragmatista o descontructivista del concepto de
representación. Entonces, en ocasiones se trata de no aburrir, en ocasiones sin
importar si las palabras significan lo que creemos que significan (o si
significan algo en absoluto) y en otras de articular hipótesis lo más
originales posibles con un protocolo tan restrictivo y preciso como sea
necesario para generar el efecto retórico de la transparencia comunicativa. En
el medio, el estilo se impone a menudo como criterio de evaluación antes que
cualquier otra cosa. Pero el estilo es ante todo una cuestión de escritura, y
la escritura es una cuestión prácticamente de artesanado, es ese sustrato
material de nuestra práctica que constantemente metemos debajo de la alfombra.
Luego de las clases sobre el grupo Grafein y luego de un ejercicio de parcial
orientado a la escritura creativa, vuelvo a pensar en la ausencia de cualquier
taller de escritura a lo largo de la carrera y pienso en la ironía de
proponerles yo mismo esas prácticas a mis alumnos. Porque quizás cualquiera
pueda escribir bien en la soledad de su casa. Pero la práctica del taller no
consiste en esperar que porque el docente sabe usar bien el punto y coma los
alumnos adquieran esa habilidad. ¿Cómo aprendo a comportarme al frente de un
taller sin participar de un taller? ¿Cómo puedo enseñar natación si nunca me
tiré a una pileta? En fin: de lo que se trata es de aprender el comportamiento
en un juego del lenguaje en el que no solemos involucrarnos, porque estamos
inmersos en un segundo juego del lenguaje en donde se corre el rumor de que no
vale la pena jugar al primero.
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