El otro día me
dieron las consignas del parcial domiciliario de Didáctica y juro que me quiero
morir. Hay veces que me pregunto si realmente pretenden volverme loco o qué.
Tantos años formándome, rompiéndome la cabeza para aprender las normas de
citado (que las APA, que las MLA, que la mar en coche), la estructura de una
monografía (introducción clara, clarísima; desarrollo ordenado, ordenadísimo;
conclusión sencilla, sencillísima), ¿y ahora? Me mandaron a exponer desarrollos
teóricos acerca de la didáctica de la Lengua y la Literatura en una ficción,
UNA FICCIÓN. Nos taladraron durante años la cabeza para mantener las
formalidades, las estructuras, los academicismos y resultaba que podía exponer
en un “cielito”. Juro que tiro todo por la ventana.
¿Y ahora? Siento
que me exprimieron toda la creatividad de adentro y que ahora estoy seco. ¿Cómo
hago? Siento que me quieren matar. El gran problema de pedirle una producción
ficcional a un estudiante de Letras es que nos dedicamos casi pura y
exclusivamente a juzgar la estética, las formas, el arte… Y por eso mismo, nos
reconocemos como pésimos artistas. ¿Qué nos van a evaluar? ¿Y cómo incluir la
Teoría? ¿Cómo hilar? No se me ocurre nada y voy a explotar. Sé que va a quedar
feo, acartonado. ¿Me juzgarán por horrible o por conceptualmente inadecuado?
Un amigo me
recomendó que me tranquilice y que me deje llevar. Mientras tanto, pienso en
cómo hacer que Bombini se encuentre en un café con Chevallard y quede
relativamente verosímil. Me dijo que lo tome como un ejercicio, que trate de
divertirme, que algo iba a salir. Ya para ese entonces, Barthes se caga a tiros
con de Certeau en la guerrilla mientras Bixio e Iturrioz escapan en un
descapotable a lo Thelma & Louise.
Mejor dejo esta
perorata patética y catártica y me pongo a trabajar. Del domiciliario no tengo
ni una carilla, pero en la cabeza ya tengo un terrible best-seller
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