Mientras cursamos la carrera de Letras adquirimos ciertos vicios: relegamos la escritura de ficción y abrazamos la escritura monográfica con pasión compartida con nuestros compañeros de estudios; intercambiamos proyectos, artículos y ensayos; hacemos cuidadosas observaciones, correcciones y devoluciones. ¿Cómo pedirles a nuestros alumnos que escriban ficción, la compartan y discutan en clase si nosotros, sus profesores, no lo hacemos? ¿Cómo los alentamos a compartir sus producciones si ellos nunca leyeron ni leerán otras producciones nuestras excepto las consignas de trabajos prácticos o exámenes?
Para construir un espacio de taller de escritura para y junto a los alumnos, primero debía revisar que estuvieran interiorizados en mí los procesos de planificación, elección de procedimientos, revisión, toma de decisiones, reescritura, transformación y/ o reformulación de textos. Pero para poner en acción estas prácticas debí volver a escribir ficción. Y previamente tuve que volver a leerla. Necesitaba desaprender mis vicios para aprender (otra vez) tanto la técnica de la escritura como la técnica de la enseñanza de literatura. Al mismo tiempo, debía concentrarme en enseñar las herramientas que les permitirían a los estudiantes desarrollar la práctica de la escritura de ficción y enriquecer también su competencia cultural. No podía olvidarme completamente de la moral del deber (el deber de cumplir con los contenidos básicos, con el programa, con la literatura que los alumnos debían leer, con las evaluaciones que la institución obliga a tomar) pero sabía con certeza que, sobre todo, debía enseñar que tanto escribir como leer son prácticas que llevamos a cabo con otras personas, en las cuales se ponen en juego nuestros saberes y (pero también porque) los compartimos.
Otro vicio adquirido es la creencia en una bibliografía de tipo oracular que responde a todas nuestras respuestas. Al igual que los alumnos, la bibliografía suele generarnos todavía más preguntas: ¿cómo hago lo que sé que debo hacer? ¿cómo adapto esta consigna para llevarla al aula? ¿cómo consigo que todos los alumnos se vean como escritores? ¿cómo uso de manera equilibrada lo que el alumno sabe y lo que puede imaginar? La bibliografía se constituye entonces en un cordón umbilical que nos permite conectarnos con un espacio de aprendizaje constante alimentado por nuestras experiencias cotidianas como docentes. Un lugar donde siempre somos alumnos.
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