¡Un quilombo! Día lleno de actividades y justo hoy
esto: Una actividad imposible, inmensa… tenía que ponerme a escribir. ¿Un
trabajo? ¿Un examen? ¿Y el placer? Preparo el mate, me acomodo, acomodo mis
cosas y en frente mío el blanco de la página. ¿Y el maldito placer? No había
lugar para el placer en lo absoluto. Vuelvo al blanco y escribo palabras que no
me resuenan en lo absoluto sino a un vacío de sentido. Me aburro y vuelvo a
empezar de cero. Vuelvo a las reglas, que siempre me ordenan un poco, los
procedimientos, las normas… comienzo y me concentro en establecer márgenes,
pongo la numeración que se me solicita a la letra (que parece cada vez ser más
pequeña en este desesperado mundo de la escritura del que quiero escapar). Solo
me lleva preparar los contornos un segundo y se acorta el momento en el que
debo enfrentarme con lo que más temo: escribir! Vuelvo a leer la consigna y
pretendo iluminar mi espíritu pero el mate se enfrió y ya se hace de noche, y
yo sigo sentada aquí sin resolver este problema que se ha transformado en un
callejón sin salida. Qué tragedia tan descolorida la mía… y de pronto ocurre el
milagro! Una amiga me llama para contarme un suceso que había sucedido en su
cada durante el fin de semana, y para sorpresa de todos este suceso trataba a
cerca de un grupo de amigos, todos docentes, que por las casualidades de los trabajos
que se extienden hasta altas horas, se había dispuesto a cenar todos juntos. Lo
sucedido narra un encuentro de personas que debían pensar un proyecto escolar
conjunto para ser trabajado durante un
mes de clase con los alumnos de 4º año (proyecto que había sido ordenado por el
ministerio de educación) La cuestión es la siguiente: todos debían escribir,
como yo, a fuerza de la obligación; y tanto ellos como yo no podíamos. Mi amiga
me cuenta, (ella sin saber que de manera circular estaba narrando mi historia,
y yo necesitaba saber el final) que todo lo resolvieron con un hecho tan simple
como el siguiente: dejaron de pensar en “lo” que tenían que hacer y comenzaron
a pensar acerca de de lo que les gustaría hacer y entre charlas descubrieron
que la charla era el trabajo en sí mismo. Me quede reflexionando en sus
palabras, en su historia, y me di cuenta que yo tan solo debía esgrimir
palabras que me hagan reír, que me hagan imaginar, que me hagan sentir libre…
yo debía utilizar todas esas palabras que solían pesarme como bolsas de arena
como escalones de un puente que me llevarían a mundo fantásticos, llenos de
experiencias nuevas y renovadoras. Esa noche no escribí nada; esa noche
disfruté del placer de “la experiencia”.
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